Por: Carlos Alberto
Montaner
El presidente Juan Manuel Santos ha llevado a algunas
víctimas a La Habana para que se reconcilien con sus verdugos. La idea
detrás de la ceremonia se origina en las terapias sicológicas. Es una extensión
de los procesos de sanación de las parejas en las que se produce un agravio
severo. Quien cometió la falta asume la culpa, se arrepiente, y la víctima
perdona. A partir de ese punto retoman la relación y, poco a poco, se restauran
los vínculos emocionales. Sin ese proceso es difícil la recuperación de la confianza
en el otro.
El problema de ese modelo de terapia es que sólo funciona
entre individuos, no colectivamente. Es probable que las víctimas realmente
perdonen, porque se liberan de la angustia que producen el odio y el deseo de
venganza. No obstante, es muy raro, casi
inexistente, el arrepentimiento de quienes cometen crímenes contra “enemigos de clase” mientras luchan por
causas que a ellos les parecen justas.
El Che Guevara lo
expresó en una frase sincera y elocuente: “El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que
impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en
una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar”.
¿Se imagina alguien a
Guevara o a Stalin avergonzados y contritos por sus asesinatos? ¿O a Hitler,
Mussolini, Franco, Pinochet o Videla? ¿Puede alguien creer que Tiro Fijo o Mono
Jojoy hubieran estado dispuestos a arrepentirse de sus crímenes “revolucionarios”? ¿Lo está Timoshenko, el actual jefe de las FARC?
La Habana tampoco es
el lugar ideal para intentar la reconciliación. La Isla no es, precisamente, el
cantón de Basilea. ¿Se arrepienten los anfitriones cubanos de los miles de
fusilados, de la persecución a los homosexuales, de los actos de repudio? ¿Se
arrepienten Fidel y Raúl Castro de haber hundido un barco cargado de refugiados
en el que se ahogaron dos docenas de niños, o del derribo sobre aguas
internacionales de dos avionetas desarmadas que auxiliaban balseros? ¿Se arrepienten de la muerte de Oswaldo
Payá y de Harold Cepero?
Oswaldo Payá y Harold Cepero |
Los tupamaros, los
montoneros, los escuadrones de la muerte de la derecha asesina, las
narcoguerrilas comunistas de las FARC y los narcoparamilitares que los
combatían, todos esos grupos violentos y delirantes, a la derecha y a la
izquierda, no creen que tienen nada de qué arrepentirse. Están llenos de
justificaciones y coartadas ideológicas y políticas.
Hace años, intrigado
por esa falta de empatía, le pregunté a una persona que había “ejecutado” a trece enemigos políticos
si sentía algún remordimiento. Paradójicamente, era un hombre bueno y tierno en
el ámbito familiar. Incluso, era tímido y compasivo. Los había matado unas
veces por medio de atentados y otras en balaceras provocadas por los otros.
Eran crímenes políticos. Me miró con asombro y me respondió sin la menor
vacilación: “Sí, me remuerde la conciencia por todos los que se me escaparon”. Y
luego procedió a relatarme varios intentos fallidos de quitarles la vida a
otros pistoleros violentos.
No se puede creer en
estos procesos colectivos de reconciliación. Suelen ser una farsa. A mi juicio, las narcoguerrillas comunistas
de las FARC están dispuestas a abandonar las armas, pero sólo para tratar de
llegar al gobierno por la vía chavista de un proceso electoral. No han
renunciado a conquistar el poder ni a crear una dictadura colectivista, sino al
método hasta ahora empleado. Realmente,
no piden perdón. Juegan a ello. (París, ya se sabe, bien vale una misa).
Con cien o doscientos
millones de dólares que les proporcionen el narcotráfico, más lo que aporte
Venezuela, y agazapados tras el mascarón de proa de un rostro izquierdista
potable, como hicieron los comunistas en El Salvador escudados tras Mauricio
Funes, van a tratar de llegar a la Casa de Nariño “legalmente”, aprovechando las divisiones y la debilidad de los
grupos democráticos. Una vez ocupada la poltrona comenzaría la fiesta
clientelista y prebendaria hasta reclutar a una precaria mayoría y con ella
desmantelar totalmente los fundamentos de la República.
Santos lo sabe,
pero su objetivo, como el de media
Colombia, es terminar la guerra a
cualquier precio. Veremos si luego los colombianos consiguen mantener las
libertades y ganar la partida. Ojalá que “estalle
la paz”, pero que ése no sea el inicio de otra expresión del horror.
NOTA: Las imágenes no corresponden a la nota original.
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