Su muerte fue una secreta
victoria. Nadie se asombre
de que me dé envidia y pena
el destino de aquel hombre.
Jorge Luis Borges, “Milonga del soldado”
Aunque durante un año y medio
compartimos Río Santiago, no lo conocí hasta que, cincuenta años después en una
mañana más que fría de Marcos Paz, coincidimos en la visita semanal a los
cautivos de la guerra contra la subversión.
Hay un grupo compuesto por pocos hombres -no sé el
número pero sé que son pocos- que semana a semana, casi sin permitirse faltar
un día, recorren los penales federales llevando alegría y consuelo a aquellos
de sus camaradas que padecen la venganza de los mercaderes del odio y de la
muerte; no los une, creo, ningún juramento mercedario para lo que hacen, solo
van y eso es suficiente. Nosotros, los otros, los que vamos cuando podemos o
cuando no llueve o hace calor y creemos que con eso cumplimos nuestro camino
hacia el perdón, hemos mirado con respeto no exento de envidia a ese grupo,
empeñados cada uno de ellos en ser cada día más, un Pedro Nolasco. Fernando
pertenecía a ese grupo.
Nunca lo oí quejarse de aquellos -militares,
pero también civiles- que rehuían por miedo, flojera o comodidad la visita a
los que habiendo jugado su vida para que hoy viva en libertad, ese pueblo de
borregos que somos los había condenado al olvido. ¡Qué va!, Fernando era
doblemente caballero, por salteño y por marino y acceder a la bajeza, aunque
fuera por pura y legítima bronca, no era su esencia.
Murió de repente y yo, lejos de
Marcos Paz sin poder despedirme. Solo me queda la seguridad que en cualquier
lunes caminará conmigo el largo camino que va de la puerta al penal y podré
decirle aquellos versos de despedida de los soldados españoles:
Cuando la pena nos
alcanza
por el camarada
perdido,
cuando el adiós
dolorido
busca en la Fe su
esperanza.
En Tu palabra
confiamos
con la certeza que Tú
ya le has devuelto la
vida,
ya le has llevado a
la luz.
¡Descansa en paz, Fernando!
José Luis Milia
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