Querido amigo,
Días atrás realicé mi tour de
visitas carcelarias. Alguien podría creer que fue en el marco de alguna
actividad pastoral organizada por la Iglesia. No; simplemente, debía visitar a
algunos de mis amigos presos. ¿Causas? Robos, asesinatos, secuestros.
Qué amigos los tuyos, me dirás.
Sí, qué amigos. Se cuentan entre mis más preciados tesoros y en cada uno de
ellos me enorgullezco. Porque este poco de libertad del que aún pueden
disfrutar mis hijos -y los tuyos- se la deben a ellos. Y así les pagamos por
haber librado la primera guerra contra el terror que conoció la historia
moderna: con cárcel, vaciamiento patrimonial y esfuerzo denodado por destruir
sus familias.
Ninguno de mis amigos siguió el
camino del oro ni vendió a camaradas a cambio de su propio beneficio; algo que
fue tan común en el bando enemigo. Ésa es la razón por la que hay centenares y
centenares de soldados, marinos y aviadores prisioneros: no traicionaron ni
huyeron.
Cruces puestas por Afyappa, frente al Edificio Libertador, en recuerdo de los Presos Políticos fallecidos |
En su caza de brujas, al nuevo
establishment represor nada le ha importado que las presas perseguidas tuvieran
poca o ninguna relación con los hechos denunciados -en su mayoría, groseras
fantasías-. Tampoco les ha ruborizado aplicar retroactivamente leyes que se
sancionaron dos décadas después de ocurridos los hechos. Hay más de 2500
militares presos y casi 300[1]
han muerto en cautiverio. Entre ellos, varios héroes de guerra; algunos con
actuaciones tan destacadas que impulsaron a sus antiguos enemigos ingleses a
interceder por ellos ante los tribunales locales.
Me cuentan que ahora el respeto
de los derechos humanos “es una política
de Estado”. Esos derechos no deben comprender el culto religioso, pues a
mis amigos no les dejan asistir ni celebrar Misa. A los mayores de 70, de 80 e
incluso de 90 años se les niega el beneficio de la detención domiciliaria.
Muchos llevan más de cuatro años en prisión preventiva sin siquiera haber sido
denunciados por algún testigo. Tampoco se les permite la indispensable
asistencia médica, dejándose avanzar dolencias que se convierten en terminales.
¿De qué humanos y qué derechos hablan? La única política de Estado que se
observa es la venganza hasta el exterminio. “Ni
olvido ni perdón ni concordia” cantan en las plazas los que alguna vez
reclamaban “tolerancia y libertad a los
presos políticos”.
El dolor que provocan las privaciones de tantas familias se mezcla con el orgullo de ver la conducta de estos ascéticos guerreros en su nuevo puesto de batalla. Una grandeza que los trasciende, pues veo a mujeres abnegadas e hijos sin rencores, familias ejemplares que apuntalan sin quejidos a esos hombres privados de honra, libertad y patrimonio. Familias guerreras. Al verlas se me hace presente la despedida de aquella mujer a su marido aviador en la guerra del ’82: “Hacé lo que tenés que hacer. Yo me voy a encargar de criar a tus hijos”.
Es rara la sensación que dejan
estas visitas; una mezcla de asco, pesar, paz -sí: paz- y orgullo. Me recuerdan
el testimonio de cierto soldado griego en un emblemático episodio de la
historia de la guerra. Aquí va, con alguna información que añado al final.
Epitafio funerario a los caídos
en el Paso de las Termópilas.
“Yo, que mañana he de morir, escribo estas letras a la luz de una
antorcha esperando que amanezca. Contemplo el resplandor de las estrellas, y su
brillo es muy diferente de la lobreguez que envuelve a los cadáveres que se
extienden frente a mí, los mismos que tiñen de rojo el barro que piso, y cuyo olor
acre me repugna tanto como saber que mañana yo seré uno más entre ellos. Yo,
Agatocles, soldado espartano, hago guardia en el desfiladero de las Termópilas,
sé que hoy nos han rodeado, y que este lugar será mi tumba, y al pensarlo mi
estómago se encoge de frío, como si la gelidez de la muerte quisiera invadir ya
mi cuerpo. Por eso escribo con mi letra menuda, y al hacerlo mis manos dejan de
temblar y siento que mis temores se difuminan. No, no intentaré huir al
resguardo de la oscuridad, en su lugar escribo, y estas letras hablarán por mí
cuando yo esté muerto, ellas explicarán por qué acepto mi destino; sí, serán
ellas las que darán cuenta de los motivos de los que aquí esperan la muerte. De
nosotros, los espartanos de la guardia del rey Leónidas, dicen que somos
hombres justos, que fuimos elegidos entre aquellos que más despreciaban las
riquezas y el lujo, y que nunca nos hemos dejado corromper por el oro, pero en
verdad yo os digo que quien dice esto miente.
En Corinto vimos por primera vez oro y plata en abundancia, y nos
arrojamos sobre él ansiosos de botín, pero al poco vimos al hermano pelear con
el hermano por una copa de plata, o a hombres que habían luchado codo con codo
disputar por una esclava de ojos verdes. Leónidas nos vio poseídos por la
codicia y nos convocó en el ágora, allí arrojó lo que le había correspondido al
suelo y dijo ‘Ahí tenéis mi parte, mataos por ella’. Los trescientos hombres de
su guardia nos avergonzamos y nos desprendimos de nuestras riquezas de igual
manera. Desde esa noche abandonamos los palacios de mármol y dormimos fuera de
la ciudad, al cobijo de nuestras tiendas de lino. Todos los hombres del
ejército de Esparta nos alabaron y dijeron: ‘Estos son hombres justos que no se
dejan corromper’, pero se repartieron nuestro oro, y a nosotros no nos importó,
porque habíamos visto el precio de la opulencia, y nos pareció tan alto que ni
uno sólo de los trescientos tuvo ánimo para permanecer en la ciudad. Por eso,
cuando distinguimos a Jerjes en la colina vestido de seda engarzada con piedras
preciosas, le despreciamos. Sin embargo, aquella misma tarde nos ofreció un
carro cargado de oro a cambio de dejar el paso franco, y nosotros sentimos de
nuevo el gusano de la codicia en nuestro interior, y creo que nadie se vio
libre de desear esas riquezas, y abandonar el desfiladero y vivir, pero
Leónidas se puso frente a nosotros. Él nos conoce y por eso no habló de honor,
gloria, o patria, porque sabía que en esta ocasión esos términos sonarían
huecos a nuestros oídos frente a la palabra vida. ‘Quizás alguno todavía desea
vivir en Corinto’, dijo, ‘el que quiera puede coger su parte y abandonarme. Al
que lo haga le recomiendo que cargue mucho oro para olvidar el rostro de los
amigos que deja atrás, y le hará falta aún más para olvidar la sangre de los
que morirán por su traición más allá del desfiladero’. Eso dijo, y luego guardó
silencio, y nadie se movió, y ni uno sólo de nosotros arrojó las armas, y por
un momento, sólo por un momento, nos regocijamos de estar allí junto a nuestro rey.
Así fue, y quien diga lo contrario merece la muerte.
De nosotros, los espartanos de la guardia del rey Leónidas, dicen que
somos hombres de gran valor, que no tememos la muerte y despreciamos el filo de
las armas de los enemigos. Yo, en verdad os digo, que quien dice esto miente,
que al ver las filas del enemigo erizadas de armas se nos encoge el corazón, y
tememos el corte del acero y el dolor de las heridas, pero mucho peor que este
dolor nos parece sufrir el desprecio del amigo que combate a nuestro lado, la
vergüenza de la mujer que espera nuestro regreso, o el repudio del anciano que
un día luchó por nosotros. Por todo eso dominamos nuestros temores y luchamos
poseídos de una furia salvaje que resplandece en nuestros ojos, pero esa mirada
no es de odio al enemigo, sino de espanto por saber que la parca camina siempre
a nuestro lado y que cualquiera puede ser el próximo. Así es, y quien diga lo
contrario merece la muerte.
De nosotros, los espartanos de la guardia del rey Leónidas, dicen que
somos hombres leales y luchamos por la libertad de los ciudadanos helenos, por
la justicia y la ley, pero en verdad yo os digo que quien dice esto miente.
Mañana al amanecer embrazaremos nuestros escudos y, tras empuñar las
lanzas, se escucharán nuestros himnos de guerra resonar en el desfiladero, y
cargaremos contra las hordas de los bárbaros. Yo avanzaré hombro con hombro
ocupando mi puesto en la falange cerrada, y sentiré el calor, la luz del sol,
el olor del hierro, el sudor de los hombres, sabiendo que todo eso lo haré por
última vez. Y mi lanza se llenará de sangre, y mataré diez bárbaros, o cien, o
mil, pero esto valdrá de poco, por que mi vientre será atravesado por las
lanzas del enemigo y moriré, pero no lo haré‚ por la libertad de los helenos,
ni por la justicia y la ley, ni siquiera moriré por Esparta. Moriré por no
verme esclavo, arrastrando la cadena de la servidumbre por los desiertos de
Media; moriré por vengar a Agesilao, mi amigo, al que vi caer ayer atravesado
por una flecha egipcia; moriré junto a Arquíloco, que me ha cubierto el flanco
con su escudo en diez batallas, y mañana me lo cubrirá por última vez; moriré
por Leónidas, que nos conduce a la muerte, pero al que le estamos agradecidos
por que antes hizo, de nosotros, hombres.
Mañana, cuando la noche caiga, de la guardia del rey Leónidas sólo
quedará un grupo de cuerpos sin vida, y después un puñado de huesos, y después
un puñado de polvo, y después nada. Quizás entonces, cuando se haya olvidado el
nombre de Esparta, e incluso el vasto imperio del rey de reyes haya sucumbido
al olvido, alguien recordará nuestro sacrificio y verá que por nuestra muerte
fuimos justos, valientes y leales, y todo lo que no llegamos a ser en vida, y
entonces dirá: ‘los espartanos de la guardia del rey Leónidas murieron hace
mucho, pero su recuerdo permanece inmortal’. Así será, y quien diga lo
contrario merecerá la muerte”.
Jerjes tiene muchos hombres, pero
ningún soldado
…Tomad un buen desayuno, puesto
que hoy no habrá cena.
Leónidas
Pero luego, tras el segundo día de batalla, un residente local llamado Efialtes traicionó a los griegos mostrando a los invasores un pequeño camino que podían utilizar para acceder detrás de las líneas griegas. Sabiendo que sus líneas iban a ser sobrepasadas, Leónidas despidió a la mayoría del ejército griego y se quedó con 300 espartanos, 400 tebanos y unos pocos centenares de tespios, hilotas y focidios. Leónidas y todos sus guerreros murieron en combate.
Efialtes esperaba ser recompensado por los
persas, pero terminó por no obtener nada cuando éstos fueron derrotados en la
batalla de Salamina y posteriormente en la de Platea. No obstante, el ejército
de Jerjes causaría serios daños a las ciudades griegas y muchas de ellas serían
arrasadas, como le sucedió a la propia Atenas, que fue pasto de las llamas.
La respuesta de Dienekes frente a sus hombres no se hizo esperar: —Mejor así, pues entonces combatiremos a la sombra.
Un abrazo,
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