La lista de
asignaturas no aprobadas por la sociedad es casi interminable. Para superarlas
habrá que, primero identificarlas, para luego priorizarlas y finalmente,
después de una dedicada, perseverante y metódica labor, obtener ciertos
resultados relativamente aceptables.
En esa grilla, existe
una tarea especialmente relevante y al mismo tiempo preocupante, que no tiene que ver con la economía, como
habitualmente la hacen aparecer, sino con la justicia, la equidad y la
convivencia ciudadana. Se trata de la soñada recuperación de la deteriorada cultura
del trabajo.
Durante muchos años,
de un modo lento pero sostenido, varias generaciones de ciudadanos fueron
estimulados e incentivados a abandonar esa actividad vital, por decisiones
políticas equivocadas, de neto corte populista y demagógico, propias de quienes usan el poder solo para
perpetuarse en él y no para lograr verdaderas transformaciones positivas.
Se
han desarrollado perversas estrategias para establecer una retorcida nómina de
privilegios que mediante normas vigentes, eximen
de esfuerzo a vastos sectores. Esto no sucedió por casualidad, ni por un mero
error de percepción insignificante, sino como parte de un elaborado y
premeditado plan tendiente a lograr que un conjunto de personas puedan ser sometidas
al poderoso de turno, bajo las
herramientas más clásicas del clientelismo.
Es bueno entender que
esto no se ha conseguido a espaldas de la gente sino, muy por el contrario, con
el explícito apoyo que implica la legitimación de esas resoluciones a través del voto de miles de electores que
respaldaron no solo esas determinaciones puntuales, sino a cada una de las
ideas que las alimentan.
Muchos se percataron
de lo perjudicial que sería este esquema no solo en el corto plazo, sino una
vez que transcurrieran los años y se naturalizaran como parte del paisaje.
Otros, recién tomaron dimensión de lo que sucedía una vez que se hizo casi
imposible revertir esa dinámica impuesta.
Hoy, buena parte de
las personas lo visualiza con absoluta claridad. Un par de generaciones, al menos, no solo no tiene interés en trabajar
y ganarse su sustento gracias a su esfuerzo personal, sino que además está
convencida de que le corresponde ese derecho de exigir al resto de la
ciudadanía que lo subsidie, que lo financie y le permita el acceso a todos los
servicios disponibles.
Ellos entienden que
pertenecen a un grupo social que no ha sido bendecido, y que su “mala suerte” debe ser compensada porque
no han tenido acceso a la educación y a otras oportunidades. Este pérfido argumento,
construido con dedicación por una clase política ruin, que casi no distingue
partidos, parece haberse instalado como una verdad indiscutible.
Sin embargo, cada vez
son más los individuos que ya no admiten esta regla de juego como
incuestionable. Las crisis, las
emergencias, las angustias ya no pueden explicar tantos años de continua
inercia. Menos aún ilustrar el desproporcionado crecimiento de esta ola de
subsidios, ayudas, programas y cuanto recurso retórico intente disfrazar lo que
solo ha servido como un instrumento más
de sometimiento político y de indignidad cívica.
Casi todos los seres
humanos adultos están capacitados para ganarse su manutención. Pero además de
poder hacerlo, mucho más importante es que tienen
el deber moral de intentarlo por ellos mismos, por su dignidad, y porque es lo
que corresponde en una comunidad civilizada.
El desgastado
argumento de que se trata de desposeídos, inválidos, analfabetos e indigentes,
que no tienen alternativa, no solo no es veraz, sino que diversas demostraciones
empíricas lo refutan con contundencia.
Lo que no resulta
razonable, a estas alturas, es seguir recorriendo el camino de la transferencia irrestricta de recursos
desde quienes se sacrifican a diario hacia los que, mayoritariamente, pudiendo
sostenerse por sí mismos, prefieren seguir recibiendo una infame asistencia, antes
que esmerarse.
Claro que existen
excepciones. Pero no menos cierto es que la sociedad civil puede dar testimonio
de su eficiencia para mitigar con más talento que el Estado, inclusive evitando
adicionalmente la presencia siempre
tentadora de la corrupción que rodea a
la administración de los dineros públicos.
Parece difícil
emprender este sendero, pero es imperioso hacerlo cuanto antes. El daño ha sido enorme, y no solo desde lo
económico sino, fundamentalmente, desde lo ético. Mucha gente sigue
creyendo que tiene derecho a no trabajar y a recibir protección, contrariando
las más esenciales leyes naturales. Siguen pensando que es una responsabilidad
social de los que “pueden” trabajar
amparar a los demás, como si fueran culpables de sus habilidades, de su
voluntad de hacer, de crear y sacrificarse.
El camino que hay que
desandar es tortuoso, sinuoso y complejo. No será sencillo conseguir que las
reglas de juego vuelvan a ser las más elementales, esas que dicen que cada uno
debe ganarse lo suyo para que sea factible entonces abandonar el actual saqueo institucional que implica
quitarles una parte del fruto de su esfuerzo a los que trabajan a diario, para
dárselos a otros, como si fuera su responsabilidad sustentar al resto.
Más tarde o más
temprano, por convicción o solo porque es inviable continuar con esta dinámica
que propone el presente y su pretendida tendencia, habrá que iniciar el regreso hacia la equidad, la ética y el sentido
común. Nadie dice que será fácil. Es bueno que se empiece a pensar en cómo
hacer esto lo antes posible. Se trata
del intrincado trayecto pendiente.
Alberto
Medina Méndez
NOTA:
Las imágenes y destacados no corresponden a la nota original.
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