por Hugo Esteva
Nada cambia. Todo sigue su curso hacia
lo peor. Y va a seguir así, a menos que un sacudón drástico reoriente la
historia de la mitad del mundo a la que pertenecemos y de la que somos un
Finisterre a veces olvidado, a veces demasiado presente, a veces hasta
anticipatorio.
Pero el asunto es que nadie –por lo
menos entre quienes se supone deben tomar las decisiones–quiere hacer el
diagnóstico de esta enfermedad grave. Y si lo hace, se cuida de averiguar la
etiología, es decir la causa.
Es así como uno ha oído pronósticos
terribles provenientes de todo el espectro político –salvo de los circunstanciales
gerentes del poder mientras están en sus puestos, claro–; pero ninguno se
atreve a señalar a esta democracia, agente causal de la desgracia colectiva. Al
contrario, todo el mundo se ocupa de ponderarla, todo el mundo se cuida de no
caer en el “delito”, hoy codificado,
de hacerle la crítica. Y, si somos honestos, deberemos reconocer a esta “democracia” detrás de cuanta postura
pueda haber hecho daño a la patria desde antes de su fundación.
Valga para mostrar cómo se ha abusado
desde siempre de la sagrada palabra, la siguiente abreviada cita del magnífico
libro de Francisco Hipólito Uzal sobre Martiniano Chilavert, “El fusilado de Caseros” (Ed. La
Bastilla, pág. 337): “Una última
consideración sobre esta carta (de Alberdi a Chilavert): de ella también se
desprende que los adversarios de Rosas
–aunque los hechos demostraron que lo fueron más de la Confederación Argentina– se apoyaron fundamentalmente en la ayuda
exterior. Y que esta ayuda del extranjero provenía de dos grandes naciones
monárquicas –Inglaterra y Francia– y
del Imperio del Brasil… Pero la historia oficial ha llamado siempre “democráticos”
a los adversarios de Rosas… Aunque en importantes casos, sus más destacados
representantes… hayan sido aristocráticos y hasta monárquicos. Y como si no
fuera posible, asimismo, la existencia transitoria de una dictadura
democrática. Porque eso fue aquel Gobierno, de ancha base popular.”
Lo grave ahora es que a ninguno de los
que tiene cierta capacidad de decisión se le pasa por la cabeza que pueda
existir otra forma de gobernar a una nación que no sea esta cerrada democracia
de partidos. Y, si por error se le ocurre, “calla
para siempre” para evitar caer en el denuesto o en el delito con que se
sanciona a los herejes de la religión democrática. Porque –y más todavía desde
el atentado contra Charlie Hebdo– hay
permiso para blasfemar contra todo, salvo contra la diosa del liberal-laicismo.
Cuando asomaban los años setenta del
siglo anterior, dos hechos que hoy son parte inseparable de la hipocresía que
nos dirige me llamaron la atención con novedad. Por un lado, casi de golpe, los
mismos “zurdos gorilas” que hasta un
minuto antes hablaban de proletariado
y de campesinado con manifiesto
acento foráneo en sus cabezas, empezaron a hablar de trabajadores, de pueblo,
y hasta de pueblo peronista, con
evidente artificialidad, pero con repetitiva frecuencia que los hizo
acostumbrarse y que nos robó hasta las palabras. Por otra parte –y
especialmente desde bocas radicales– se empezó a oír el término institucionalización. Yo no lo entendía,
porque instituciones había, aunque muchas estuviesen manejadas por militares
ineptos y/o por civiles vendepatria. Hasta que aprendí que institucionalización
es sinónimo de puestos públicos bien pagos y negocios de privilegio con el
Estado para los políticos de los partidos, sus cómplices y sus testaferros. He
aquí el “combo” –robo en alma y
cuerpo, mentira e instalación– de la democracia que fue derrotando al país
desde entonces y, como vimos, desde antes.
A partir de eso todo está claro. Y la
evolución de la Universidad de Buenos Aires es un ejemplo vivo aunque moribundo:
dominada por democráticos “representantes”
de los diferentes claustros, que habitualmente poco y nada saben de sus respectivas
profesiones, ha ido cayendo en las más prácticas y vivarachas manos de los
gremialistas locales, de quienes los profesores son hoy dependientes. Pero,
lástima, no todos los gremialistas están en condiciones de instalar un puente,
de elucubrar una ley, de investigar la ultraestructura, de operar un enfermo… Y
mucho menos de enseñar todo eso como es debido.
Por supuesto, si sucede semejante cosa con
una institución que se supone debería estar a la cabeza del conocimiento, ya
puede deducirse lo que pasa con el resto: la enorme mayoría de los políticos y
sus funcionarios acomodados –expertos sólo en calentar sillas durante discusiones
inútiles– no tiene idea de lo que debería ser su trabajo, y el resultado está a
la vista. Tan mal funciona todo que la “gestión”
se ha transformado en una bandera que reemplaza a las ideas. Porque, claro, a
río revuelto, ganancia para quien por lo menos sepa “gestionar” un barquito salvavidas. Sí, eso mismo: pasa a ser
primordial lo que debería darse por añadidura.
La democracia tiene su base en una
mentira reconocida como tal, pero aceptada por todos: la voluntad de la mayoría
es ley o, dicho de otro modo, la mayoría tiene razón. Esto, que podría ser una
referencia para situaciones muy generales, es habitualmente un disparate cuando
se trata de lograr soluciones específicas a problemas puntuales (ejemplos hay
miles, pero seamos intelectualmente groseros y quedémonos con el de quién debe
tomar decisiones en un avión averiado: la tripulación entrenada o la
democrática mayoría de los pasajeros autoconvocados). Así, groseramente, sucede
cuando se acepta que vale lo mismo el voto del que sabe que el voto del que no,
el del burro que el del gran profesor; pero así somos también de groseramente
democráticos.
Más en los tiempos que corren, cuando
los medios de comunicación y el dinero necesario para acceder a ellos se han
hecho imprescindibles moldeadores de los candidatos democráticos, “et si non, non”. Estoy seguro de que
los teóricos dieciochescos del liberalismo no podrían haber imaginado que el
sistema según el cual pretendían dirimir ideas iba un día a transformarse –tecnología
comunicacional mediante– en un balance de tinturas, maquillajes, peluquines y
cejas depiladas. Aun cargando con todo el error de su pensamiento “humanista”, difícilmente lo hubieran
aceptado
De todos modos, en nuestro país como en
el mundo, la línea sigue su marcha: el centralismo borbónico nos impidió ser
provincia y nos transformó en colonia, después el centralismo unitario frustró
la reacción y destruyó la posibilidad de una república federal. Hoy vivimos la
máxima expresión de ese centralismo unitario bajo un sistema de partidos
políticos que paraliza a las provincias fundadoras y busca sojuzgar a la propia
“capital federal”.
No seamos estrechos: las cosas no son
diferentes fuera de nuestras fronteras. Ni siquiera las naciones más viejas se
salvan de este embate que borra las particularidades porque quien dirige el
embate es el poder centralizador del dinero.
Tras él, el hombre va cada vez
desnaturalizándose. Baste el desorientado vaivén de las artes que cada vez
tienen menos que decirnos. O baste saber que una civilización que mata como no
lo ha hecho ninguna –incluyendo una inconmensurable matanza de inocentes–, sólo
apunta su mirada “humanista” a la preservación
de los animales y el ambiente; como si alguno fuera a salvarse mientras se
pierde el hombre, que debería ser señor prudente de la Creación.
De todos modos –para que se entienda
que no hago llamados a ninguna solución estúpidamente totalitaria de las cuales
hemos tenido tanta muestra– estoy seguro de que aquí tenemos valores como para
organizar una república genuina, que se nutriera desde lo particular a lo
general, con lo cual ya se habría dado un gran paso hacia la independencia.
Pero eso no es fácil ni está cerca. Sépase por ahora que el camino no pasa sólo
por el diagnóstico. Hace falta eliminar la causa de tan grave entidad
anemizante, y esa es esta falsa “democracia”
pacientemente elaborada por los enemigos de la patria y de nuestra
civilización.
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