Por Hector Ricardo Leis [1]
La impresión que me queda después
de incursionar un poco por el espacio público argentino es que existen líneas
más o menos invisibles que no se deben pasar si un ciudadano quiere ejercer con
tranquilidad su derecho a opinar. Esas líneas separan aquello sobre lo cual se
puede hablar de los tabúes. A seguir doy un ejemplo.
El año pasado escribí un texto
titulado: “Un testamento de los años 70”. Primero fue publicado en un sitio de
internet y después como libro, con algunos agregados. Cuando lo escribí no
sabía bien cuál sería su grado de importancia y originalidad, pero rápidamente
percibí su potencial. No había escrito un texto justificado en las utopías
literarias y filosóficas que habían nutrido a mi generación, mi experiencia era
asumida con nombre y apellido, así como mis interpretaciones. Mi discurso no
aparecía despegado de los hechos, sino colado a ellos. Para completar asumía mi
responsabilidad y pedía perdón. Todo eso junto resultó ser una novedad absoluta
en Argentina.
Decenas de lectores me
escribieron para felicitarme, hubo quienes me dijeron que mi texto los ayudaba
a ser mejores y tampoco faltaron las críticas de algunos que, de tanto leer,
tienen sus ideas mezcladas con el mundo real a tal punto que no pueden
distinguirlos. Fue el caso de uno de mis críticos, al que lamenté no poder
responder públicamente porque eligió un diario para publicar su texto que, a
pesar de su apariencia de paladín de la libertad de expresión, se negó a
aceptar mi pedido de derecho a réplica, respondiendo con ignominioso silencio a
mis mensajes. Mi palabra les debe haber parecido destituyente de los tabúes
instituidos.
Es una pena que en la Argentina
los que se quejan de la pobreza instrumental del debate actual hayan sido los
primeros en cerrarme sus puertas, impidiéndome publicar.
Aprovecho entonces la ocasión
para decirle, a quien no supo garantizar mi derecho a réplica por haber
publicado donde publicó, que quedé perplejo después de leer sus palabras.
Llamarme “extraviado” y decir que “no había descubierto nada nuevo”, ya que la
literatura estaba llena de ejemplos como el mío, era una confesión de
impotencia para responderme. El había leído mi texto no como un testimonio de
vida y compromiso ético con la verdad, sino como tema de la literatura o cosa
parecida. Para reforzar su impotencia confesó abiertamente que no me hubiera
escrito si no fuese por un representante de la oposición al kirchnerismo que me
había elogiado en la Feria del Libro. Su increíble hermenéutica le permitía sin
problemas confundir al autor de un libro con uno de sus lectores. ¿Y los otros
lectores? En suma, estaba gastando las teclas apenas para responder al gesto de
otra persona, no a mí. ¡Qué tristeza!
Pero todas las críticas recibidas
fueron útiles, descubrí a través de ellas que mi texto molestaba porque me
había atrevido a hablar de algo que era tabú. Demoré en llegar a esa
conclusión. Primero creí que la culpa era mía, que no me entendían porque mi
escritura era confusa o poco clara. Pero finalmente supe que muchos no me
entendían porque tenían obstáculos mentales y comportamentales para hacerlo si
me entendiesen sus tótems caerían encima de sus cabezas.
Quien lea atentamente la pequeña
nota titulada “La tarea de perdonar lo imperdonable”, que publiqué en ocasión
de la muerte de Videla, podrá observar que no lo defiendo en cuanto actor
político y tampoco lo elogio como persona. Digo que es un hombre malo y lo
comparo con genocidas reconocidos como Hitler y Mao, aun así no son pocos los
que me acusan de defenderlo y me llaman “golpista”. El tabú que existe sobre
los militares condenados por la represión en los 70 es tal que muchos no pueden
siquiera imaginar que ellos también tengan derechos humanos.
Es un axioma aceptado en todo el
mundo civilizado que los derechos humanos son universales… o no son. Por eso, a
pesar de repudiar los tremendos crímenes de la dictadura, para los cuales
siempre reclamé un juzgamiento sin punto final, ni obediencia debida (quien
quiera comprobar esto puede leer mis artículos de la época en que estos temas
fueron tratados), puedo decir con todas las letras que en la Argentina la
política actual de los derechos humanos discrimina a los militares que
participaron en el conflicto de los años 70, al igual que a las víctimas
asociadas a ellos. Sean niños o soldados conscriptos, esas víctimas no aparecen
en los museos de la memoria instituidos y, cuando sus nombres se encuentran
inscriptos en algún otro lugar éste desaparece hasta los cimientos (como fue el
caso del monumento a los caídos en el combate de Machalá). Ni siquiera les es
permitido a los militares condenados el derecho que siempre tuvieron todos los
presos, en las cárceles comunes del Sistema Penitenciario Federal, de estudiar
en la UBA (el Consejo Superior de la UBA les negó ese derecho por unanimidad).
No existe la menor duda de que
los militares son discriminados y estigmatizados. Basta ver que no existe
ninguna acusación pública registrada en la memoria oficial o en la Justicia
contra los jefes de los Montoneros y del ERP, así como contra Perón, Isabel
Perón y varios otros líderes políticos y sindicales del peronismo, que fueron
los grandes responsables por el comienzo de las graves violaciones a los
derechos humanos (registrada por la memoria oficial como “terrorismo de
Estado”) ocurridas durante el período constitucional-democrático de 1973 a
1976. En la Argentina de hoy los militares se quedaron con todas las culpas por
la violencia política y sin derechos humanos, el resto de la sociedad se quedó
con los derechos humanos y sin culpa. Esta es la perversa ecuación que está por
detrás del tabú de Videla.
Todos aquellos que colocan frenos
a mi libertad de expresión lo hacen porque quieren continuar siendo “inocentes”
y echándoles la culpa a los “otros” de todos los males argentinos. Los “otros”
de nuestro pasado son hoy los militares, mañana pueden ser los kirchneristas,
digo esto para que se sepa que en esa ecuación perversa todos pueden entrar
alguna vez si la Nación continúa como está, sin verdad y sin reconciliación.
No faltarán quienes crean que en
la Argentina los que colocan límites a la libertad de expresión son los
kirchneristas, así como tampoco faltarán los que crean lo contrario, que son
los anti-kirchneristas (siempre los otros).
Ambos están equivocados. En nuestro
infeliz país los tabúes son compartidos por la amplia mayoría del pueblo sin
diferenciar ideologías o creencias. Mis comentarios sobre la oportunidad
perdida de los argentinos, por no saber ir más allá de la Justicia y sentir la
compasión necesaria para que un Videla senil no tuviera la mala muerte que
tuvo, produjeron un repudio unánime de los representantes de los partidos
políticos presentes en la Legislatura porteña. Esos legisladores, con fecha del
23/05/13, emitieron una declaración de repudio a mi artículo sobre Videla. Para
mostrar a la opinión pública cuán equivocado yo estaba por atreverme a
“defender” a Videla, los legisladores decidieron hacer un “reconocimiento por
los avances en materia de Memoria, Verdad y Justicia que permiten hoy que los
responsables del terrorismo de Estado estén siendo juzgados y cumplan sus
condenas en cárcel común”. Nada más claro para afirmar en las entrelíneas el
deseo de que todo siga igual, que continuemos culpando únicamente a los
militares por toda la violencia del pasado.
La misma Legislatura que me atacó
para defender los tabúes instituidos aprobaría una semana después una ley de
defensa irrestricta de la libertad de expresión. Cualquier coincidencia de los
hechos y personajes mencionados en este artículo con un sainete criollo puede
no ser casual.
NOTA: Las imágenes y negritas no corresponden a la nota
original.
[1] *Politólogo.
Miembro del Consejo Académico del Centro para la Apertura y el Desarrollo de
América Latina (CADAL). Ex integrante de Montoneros.