Fue una época en la que la
guerrilla mataba a ejecutivos de multinacionales, pero él pensaba que no le iba
a pasar nada, que no era tan importante como para que lo tocaran.
Silvia Zarracán Jover[1]
Es difícil empezar a contar una
parte de tu vida, sobre todo cuando ha sido tan dolorosa. No es fácil empezar a
hablar de la muerte de mi padre sin antes decir algo de su vida. No puedo
evitar decir quién era él, qué tipo de persona era, porque de alguna manera eso
también marcó que el dolor fuese aún más intenso.
Mi padre fue un hombre íntegro,
fiel a sus principios, un buen marido, un buen amigo, un padre excepcional. Mi
vida giraba alrededor de él. Y no lo digo por decir: era cierto. Era un
sentimiento mutuo, yo fui la más chica de tres hermanos, la única mujer, su “princesita”.
Su vida transcurría entre
trabajar todo el día en IKA Renault y dedicar el fin de semana a su familia.
Amigo de sus amigos, generoso, siempre con una sonrisa.
Tiempos difíciles. Cuando surgió
la guerrilla en Córdoba, nosotros no la vivíamos como tal, porque en casa ese
tema no se tocaba; pero sí es cierto que a él se lo veía un poco nervioso.
Nunca supimos que lo habían amenazado. Mejor dicho, después de que murió
supimos que se lo había confiado a un amigo.
En una oportunidad, dijo que
estaba la posibilidad de trabajar en Francia a través de la empresa. Pero
cuando lo comentó, mis hermanos, que ya eran adultos, no quisieron marcharse, y
él tuvo miedo
por ellos, por lo que desistió
de
viajar.
Recuerdo perfectamente el golpe
de Estado, en marzo de 1976. Nos levantamos todos muy temprano a escuchar la
noticia y él en voz baja dijo: “Estoy
salvado”. Nadie podía imaginar que dos meses después estaría muerto.
Fue una época en la que la
guerrilla mataba a ejecutivos de multinacionales, pero él pensaba que no le iba
a pasar nada, que no era tan importante como para que lo tocaran. Pero
empezaron las amenazas, esas amenazas que sólo él conocía; bueno, él y ese
amigo
a quien confió
esa tremenda época que me imagino tuvo
que vivir.
Nos pusieron un custodio en la
puerta de casa; preguntábamos por qué y nos decía: “Sólo seguridad; se los ponen a todos”. Pero después del golpe nos
la quitaron.
Su manera de protegerse
era
cambiar el recorrido para ir a la fábrica. Siempre iba por caminos distintos;
nunca se imaginó que ellos estarían frente a nuestra casa, en la parada del
colectivo, como una pareja más.
Recuerdo que, unos días antes,
había sonado el teléfono en casa por la noche. Contestó él y sólo dijo: “Ah, bien, bien”. Y luego que pasó todo,
nos enteramos de que había sido una amenaza; le dijeron que le quedaba poco
tiempo. Esa misma noche, mientras mirábamos la televisión, me di cuenta de que
mi padre me miraba y le pregunté: “¿Por
qué me mirás?” Y me contestó: “Sólo
te miro, sos mi princesa; estoy orgulloso de vos”. Y yo, sin saber que el
fin estaba cerca, sólo reí. Tenía 15 años, no podía valorar que detrás de esa
mirada había algo más. Si hubiera sabido, lo hubiese abrazado con toda mi alma.
Más allá de las palabras. Y llegó
ese día, ese maldito día. Me despertó como de costumbre, desayunó conmigo, nos
despedimos. Se subió en
su Torino, que estaba en el garaje.
Además, iban en
el auto dos compañeros
del trabajo, vecinos nuestros. Yo cerré
la puerta y, mientras me ponía el guardapolvo, escuché la ametralladora. Todo
lo demás es silencio, dolor, desazón, angustia y esa bendita pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué?
En la parada del colectivo, esa
misma parada donde yo tendría que haber estado media hora después, había una
pareja. Cuando mi padre sacó el auto y antes de que pudiera darse cuenta, la
ametralladora rompió el cristal de su ventanilla y disparó por su costado
izquierdo, sin hacer daño a ninguno de los que estaban en el coche con él.
Automáticamente, aparecieron dos
o tres autos más y se marcharon.
No hay palabras para definir ese
momento, ese silencio ensordecedor que vino después, esa sensación de que nada
va a ser como antes, ese corazón partido porque una mitad acababa de morirse.
Sin olvido. Con los años,
vinieron las indemnizaciones, pero a nosotros no nos indemnizaron. Nos dijeron
que su expediente se había perdido. Yo me pregunto cómo se puede perder un expediente
sin más y que nadie haga nada para recuperarlo. Además, ahí estaba el tema, en
todas las noticias: había pasado, no era una invención. Sin embargo, nadie nos
dio una explicación ni una mano.
Hace poco, alguien me señaló que
no
me convirtiera en una perseguidora política.
Jamás sería una perseguidora, y
menos política.
La política es para el que la entiende, y yo no entiendo, ni quiero. Sólo
entiendo de sentimientos, entiendo de ausencias, entiendo de discriminaciones,
entiendo de la facilidad que tienen algunos para olvidar, entiendo que a veces
no te dejen hablar porque no quieren escuchar. De eso sí entiendo.
Nunca pedí nada, sólo que no se
olvidaran de que mi padre pagó con su vida parte de la historia de nuestro
país. Ni siquiera puedo decir que haya valido la pena. Tampoco estoy de acuerdo
con lo que vino después; eso que quede claro, pero es un tema en el que no voy
a entrar.
Hoy sólo quiero poder contar mi
historia desde el corazón, que luego de 37 años aún sigue roto, porque al
escribir estas líneas siento
el dolor en el pecho. A la vez, me
siento bien porque por fin hay gente que me quiere escuchar y no olvida, y
además se solidariza.
He recibido en estos días más
muestras de apoyo y comprensión que durante los primeros años, y eso me
demuestra que aún está viva esa horrible etapa que nuestro país padeció y que,
a pesar de todo, la gente no olvida.
[1] Hija
de Horacio Zarracán, superintendente de Mecanizado de Renault, asesinado el 29
de junio de 1976.